Carlos Monsiváis
Lejos del debate que ha generado la supervivencia de los libros ante la ola digital, es válido recuperar su postura y los beneficios que otorga consumirlos, dado que esa razón ha quedado a la deriva en esta confronta apocalíptica.
Leer las experiencias de alguien que lee y de los placeres que ese instante de relación con el texto le proporciona, es como soñar que se está en un sueño, es ser secuestrado a otra realidad y ser obligado a que la curiosidad florezca.
Desafortunadamente no existe, y parece que está lejos de lograrse, la fórmula acertada para promover dicho ejercicio. Tampoco se trata de culpas o responsabilidades, dado que hacerlo implica diversas razones, y sean la curiosidad, la obligación o el aburrimiento las más comunes.
O el no hacerlo, como dice Carlos Monsiváis, esté impregnado por “la falta de hábito social y familiar de la lectura, el desinterés de los gobiernos, la ausencia en la educación básica de la recomendación de libros. Y la causa mayor, la competencia abrumadora de la iconosfera, del universo de imágenes.”
La lectura no convierte a nadie en docto y leer o no hacerlo tampoco implica humanizarse, “la ventaja de frecuentar lo impreso no consiste en la superioridad sobre los demás (imposible de obtener por un mero ejercicio óptico), sino en el cambio interno; en la certeza de que uno ha sido mejor que de costumbre mientras lee, y volverá a remontar algunas de sus limitaciones cuando recuerde lo leído.”
El libro no está en la canasta básica, por lo tanto si está caro y además no se promueve entonces no se leerá. De modo que los pocos lectores con iniciativa dependen de los saldos en los supermercados o en las grandes librerías. Sin embargo, es asunto de celebración que el hábito, siga existiendo.
La librería, junto a la biblioteca, es el espacio iniciático de todo lector. La primera vez que se llega a una se presenta un momento único para la vida de un lector potencial: o termina seducido ante el olor a tinta y papel, y el poder de la letra y la imagen impresas, o se repliega ante la falta de orientación para suscitar el encuentro con ese libro que habrá de redimensionar lo cotidiano a través de la palabra.
“La persona que se entusiasma ante un libro está al tanto de uno de los aportes de la lectura y no necesita más explicaciones. Por unas horas, esas páginas le modificaron la vida y lo hicieron distinto. ¿Qué más se quiere que la pérdida legítima de identidad durante un tiempo de hechizamiento?”
Fuente:
Monsiváis, Carlos, Elogio (innecesario) de los libros
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